UNA LECCIÓN DE VIDA
Cuento incluido en el libro homónimo
—A las mujeres les pudrió el bocho
el “Para Ti”, Borzone —dijo Reiner, fumando, la vista perdida
en un punto indefinido. Borzone enarcó las cejas, interrogante.
—Claro... —completó Reiner,
alargando la “a” y acomodándose de nuevo en la silla, el
cigarrillo prolijamente sostenido entre los dedos índice y mayor de
la mano derecha—. Esas revistas como el “Para Ti”, el
“Maribel”, el “Claudia”...
Le gustaba recurrir a esos ejemplos
arcaicos, dando nombre de productos de cuarenta años atrás,
empleando palabras totalmente fuera de uso como si se complaciera en
demostrar su edad (estaba arriba de los sesenta), como si su vejez le
brindara un sello de distinción o conocimiento.
—El “Maribel” —Borzone no pudo
menos que sonreír.
—Con esa falacia de la seducción
permanente... ¿me entiende? —continuó Reiner—. Con esa mentira
de la conquista cotidiana. “Sorprenda día a día a su
marido”...”Sepa seducirlo como al comienzo”...”Aprenda a
combatir la amenaza de la rutina…
Borzone volvió a sonreír, un tanto
incómodo, tímidamente, temeroso tal vez de incomodar al Profesor.
Éste, sin embargo, salvo a su llegada, no había vuelto a dirigirle
la vista. Reiner hablaba mirando hacia el frente, hacia la calle,
quizás hacia un imaginario público compuesto por los estudiantes
que concurrían siempre a sus clases de Filosofía.
—Se imagina usted, Borzone, que si el
hombre, luego de ocho horas de trabajo en una oficina, por no decirle
un taller, Borzone; con todos los quilombos que tiene en la cabeza
con la cuestión de su economía, de su trabajo, de los impuestos, de
la caída de los mercados financieros en Tokio, Borzone, no lo
olvide; con el problema del coche al que le cagó por enésima vez la
bomba de nafta, si el hombre, reitero, debe acordarse, antes de
volver al anochecer para su casa, de pasar por el puesto del florista
a comprar un ramito de petunias; petunias le digo, Borzone; para
deslumbrar a su adorable esposa que lo espera cocinando y darle así
una sorpresa que los remita a sus años de noviazgo, entonces,
entonces estamos cagados, Borzone. La raza humana está recagada...
Reiner siguió mirando a través de sus
lentes hacia a calle San Lorenzo, acodado en la mesa de café, las
manos cruzadas, ahora, frente a su endeble mentón oscurecido apenas
por una leve sombra de barba mal afeitada. Borzone aprovechó para
observarlo un poco más largamente, como nunca lo hacía en la
tertulia de los atardeceres en La Sede, sofrenado por su propia
timidez y por el extraño respeto, casi reverencial, que sentía por
Reiner. Descubrió entonces que, a esa hora, casi a las once de una
fría noche invernal, el Profesor lucía desgastado. No sólo por la
barba incipiente, sino también por los puños de la camisa algo
raídos y el brillo menesteroso de un saco que ni siquiera había
sabido de antiguos esplendores. No podía hablarse de desaliño pero
Reiner tenía esa rara particularidad de ciertos tipos que se ven
desprolijos aun prolijos. Una falda de la camisa levemente salida del
pantalón, el cinto demasiado flojo, el nudo de la corbata laxo y
asimétrico. Tampoco podía esperarse mucho de un sueldo de docente,
reflexionó el muchacho, instantes antes de que el Profesor volviera
hablar.
—Para la mujer misma es un incordio,
Borzone —exhaló, doctoral y comprensivo—. Lo digo para que usted
no confunda esto con una proclama machista. Para la mujer misma, que
ya no es aquella de treinta años atrás. Si la mujer tiene que
pegarse un baño cuando regresa del trabajo, calentar la comida que
le dejó a medio cocinar la morochita que hace las veces de sierva,
lidiar con el pendejo chiquito que ha alcanzado niveles de violencia
demencial tras ocho horas de televisión viendo al pelotudo de Chuck
Norris, y luego de eso, en los exiguos cinco minutos que le quedan
libre antes de que llegue su marido con el bendito ramo de petunias
debe vestirse como una diosa del Olimpo o engalanar la casa con
guirnaldas de muérdago o bien aromatizar el hogar con incienso de
Benarés... entonces estamos cagados, Borzone. Estamos total,
definitiva y absolutamente cagados, Borzone.
—Es verdad, es verdad —se atrevió
a menear la cabeza Borzone, como para decir algo, incluso como para
recordarle al profesor Reiner que él estaba allí, sentado en la
silla de al lado y que no se encontraba en el aula de Humanidades
junto a los pensadores del mañana.
—Es como el asunto del diálogo
—embistió, pausado, Reiner—. Otra bandera permanentemente
levantada por el feminismo y también exacerbado por aquellas
revistas de las cuales le hablaba...
—El “Claudia”, el “Marbel”...
—El “Chabela”... Publicaciones de
índole indudablemente subversiva, Borzone. “Reactive el diálogo
en su pareja”...”Resguardemos un espacio para el diálogo”...
—Ante cada ejemplo, Reiner trazaba en el aire y frente a sus ojos
una franja de supuestos titulares periodísticos, entre sus dedos
índice y pulgar, bien separados— ”Enriquezca su vocabulario”...
—Eso era del “Selecciones”
—apuntó el Profesor, concediéndole un vistazo con los ojos
entrecerrados—. Yo también leía literatura del imperio, no se
confunda usted, mi estimado amigo. Un carajo el diálogo, Borzone,
otra falacia. Usted habla con su mujer, amante o compañera, los
primeros años del conocimiento mutuo. Allí usted le cuenta su vida,
sus sueños, sus fracasos, sus desvelos. Le cuenta que tenía una tía
que era hemipléjica, que su abuela se cayó en el patio y se quebró
la cadera, que un día usted quemó el toldo con una cañita
voladora, que tuvo paperas de niño y que eso es bueno porque el día
de mañana ese extraño mal no va a regresar a ponerle los huevos en
la garganta. Y ella, pobre santa, lo mismo. Ella le contará que
escribía poemas, que bordaba al crochet, que guardaba fotografías
de Sandro de América. Y ya está Borzone, ya está. Después la
cosa, como es lógico, se reduce a comentar los sucesos cotidianos:
el nene hoy comió más puré de manzanas, vino el cobrador de
Remeros, se quemó la lamparita del pasillo, dijo la radio que hubo
incidentes en Urquiza y Ovidio Lagos. Tal vez, ocasionalmente, usted
recuerde que esa abuela que se cayó en el patio y se quebró la
cadera tenía un escapulario donde guardaba cabellos del general
Mitre y agregue eso al informe familiar para contarle a su esposa.
Pero lo demás del comentario del día, mi amigo, el comentario del
día.¿Ella quiere más diálogo?¿Ella desea e insiste en prolongar
los encuentros para charlar? Muy bien, muy fácil. Que se vaya,
Borzone, que se vaya por un par de semanas. O váyase usted Borzone,
váyase por un par de semanas que cuando vuelva seguramente ella le
dirá: “¡Vos no sabés todas las cosas que tengo para contarte!. Y
será así, seguramente, Borzone. ¿O no ha venido muchas veces su
novia y le ha dicho: “Hoy me encontré con Rosita y estuvimos
charlando como tres horas porque hacía casi dos años que no nos
veíamos”. Pero si usted se ve mañana tarde y noche, Borzone, que
no esperen, que no esperen un lúcida composición sobre la obra
poética de José Pedroni ni una esclarecedora teoría sobre las
constelaciones boreales —Reiner había elevado la voz y, por
primera vez, su tono dejaba de tener un atisbo de displicencia amarga
para dejar paso a una cierta furia contenida—. El eterno mito de la
conquista permanente. La guerra popular prolongada, muchos Vietnam,
la frase que proclamaba el general Mao y que algunos trasnochados
solían escribir a escondidas de la policía en las paredes del
barrio Refinería, Borzone. Que así le fue a Mao, al muro de Berlín
y a la pared del barrio Refinería. EL bíblico castigo de la
conquista permanente. Mi mujer solía pedirme eso, Borzone. “De vez
en cuando —decía pobrecita— podrías tratarme como una novia.
Sacarme a pasear, regalarme flores.” “Muy bien —le decía yo—.
Si querés un tratamiento de novia, vivamos cada uno en su casa,
hablemos un par de veces a la semana por teléfono y salgamos los
sábados a la noche”. ¡Pero ella quería el tratamiento de novia
con las prerrogativas de la esposa! Flores y paseo, pero también
convivencia y manutención. Ésa es la ambición femenina, mi
estimado. Ésa es.
Borzone se quedó un tanto callado,
frunciendo la boca, mordisqueándose la carne interna de las
mejillas, pensativamente y un poco herido. Aún permanecía sentado
algo alejado de la mesa, como sin decidirse a integrarse
definitivamente a ella, los brazos caídos con las manos entrelazadas
entre las piernas. Igual como cuando había llegado—entusiasmado
por la decisión flamante—a contarle al profesor Reiner que iba a
casarse con Stella. Había pasado tarde por La Sede, rumbo a su casa,
y lo había visto sentado, solo, en una de las tres únicas mesas
ocupadas. No sabía que el Profesor era un parroquiano también
nocturno de ese local. Solían encontrarse a menudo en la Mesa de los
galanes, pero a la tardecita, y en grupo. Allí el profesor hablaba
apenas (cuando no decidía aislarse en alguna otra mesa, huraño),
tomaba café y lucía menos marchito y verdoso que ahora, algo
deteriorado y con un vaso de whisky barato frente suyo.
—¿A usted qué le parece? —murmuró
Borzone.
—Así es la cosa, mi estimado.
Borzone se tocó la barbilla. Y volvió
a enarcar las cejas escéptico.
—Es que.. —dijo— cuando uno está
enamorado...
—El enamoramiento, Borzone... —Reiner
había recobrado su tono neutro y doctoral, de mirada vaga—, es un
noventa y cinco por ciento de calentura. Tenga en cuenta esos
porcentajes. Y a toda esa calentura le sigue un enfriamiento. Eso es
histórico. Al mismo planeta Tierra le ocurrió eso, es un proceso
físico.
—Pero, en este caso, Profesor... —se
animó Borzone—, se imaginará que tanto mi novia como yo no
llegamos vírgenes al matrimonio.
—Los dinosaurios desaparecieron con
dicho enfriamiento.
—Ni tampoco llegamos sin saber cómo
pueden resultar las relaciones sexuales entre nosotros. Aquellos
tiempos de llegar vírgenes al matrimonio, creo, han quedado en el
olvido.
—Grandes animales los dinosaurios.
—Por lo tanto, no pienso que sea sólo
una cosa de calentura como usted dice.
Reiner aspiró una pitada larga de su
cigarrillo.
—La calentura, Borzone —pontificó—,
es un recurso natural no renovable, como el petróleo. Anótelo en
algún cuaderno: Recurso Natural No Renovable… ¿Cuánto hace que
conoce usted a esta señorita?
—¿Mi novia? Más de un año.
—Más de un año. Una nimiedad en el
permanente devenir del cosmos, Borzone... —alertó el Profesor—.
¿Usted recuerda cuándo fue por primera vez a la cancha?
—Sí... —vaciló Borzone, confuso y
sorprendido por el cambio de tema—. Jugaban Central y Gimnasia,
creo. No soy muy fanático del fútbol.
—Muy bien. Pero se acuerda. ¿Usted
recuerda cuándo fue por primera vez al Hollywood Park?
—¿A dónde?
—Perdón, a un parque de
diversiones...
—Sí...Yo tendría cinco años, me
llevó mi viejo a un parque muy rasca de Pellegrini y...y..
—Y Vera Mujica.
—Y Vera Mujica.
—Siempre paran ahí. Muy bien. ¿Usted
se acuerda, Borzone, de la segunda vez que fue a la cancha?
—N... no... Pero, le dije, no soy muy
fanático.
—No importa, no importa. Con
seguridad no recuerda cuándo fue por segunda vez a la cancha, ni por
tercera ni por quinta. Como tampoco recordará cuándo fue por octava
vez al parque de diversiones. ¿Por qué? Porque hay una primera vez
que se recuerda porque fue la primera. Después vienen la segunda, la
tercera, la octava, la trigésima novena, la mil, el infinito, la
nada. Para eso inventaron los números los chinos, Borzone. Para
saber cuántas veces se acostaban con sus mujeres. Chinas, por
cierto. Después, uno deja de contar, amigo mío. Se cansa, se
olvida. A menos que usted se tome el trabajo de ir haciendo marcas en
la pared, como los presos. No hablemos de un año y pico, como usted
me dice. Hablemos de ocho años, de quince años, de veinticinco
años, Borzone. Hasta el momento en que usted descubre que, antes de
acostarse con su mujer entrañablemente querida, prefiere acostarse
con esa módica y mediocre señorita que está pasando por allí
enfrente, obsérvela, por la vidriera de la sandwichería.
—Si usted conociera a mi novia...
—casi se sonrojó Borzone, acomodándose el pelo—, tal vez
opinaría de otra forma.
Por segunda vez, quizás, Reiner lo
miró, curioso.
—Es muy linda... —se animó el
muchacho—. Bah, al menos a mí me parece muy linda... —corrigió
después, como avergonzado de su presunción.
—Con ese criterio, Borzone —volvió
a mirar hacia el infinito Reiner—, nadie se separaría de las
mujeres espectaculares, de las divas del espectáculo. Y la historia
del biógrafo, por ejemplo —reiteraba su predilección por recurrir
a palabras perimidas—, está llena de casos donde virtuales
sacerdotisas del sexo, codiciadas por media humanidad, tanto más
bellas que su enternecedora novia, perdone mi crudeza Borzone, han
sido abandonadas por sus parejas. ¿O no es así?
Borzone asintió con la cabeza.
—Ocurre que tal vez a usted le
gusten, le enloquezcan, las milanesas a la napolitana, mi estimado
amigo —planteó Reiner, como quien expone los fundamentos de un
nuevo teorema matemático frente a una clase—. No hay comida en el
mundo que pueda apetecerle más que una buena milanesa a la
napolitana. Correcto. Pues bien. La sociedad, entonces, le impone
comer, de aquí en más, todos los días, cada tres, o con la
periodicidad que a usted le plazca, Borzone, sola, única y
exclusivamente milanesas a la napolitana. Por los siglos de los
siglos. Muy bien...con el paso del tiempo, de los años, de los
lustros, Borzone, usted va sintiendo nacer en su ser un extraño e
irreprimible deseo de comer tallarines. Acude entonces a un
psicoanalista, que le recomienda variar el menú, sin abandonar la
milanesa. Enriquecerlo, le dirá. “Cómo mantener ardiendo la llama
de la pasión física”, arengará la revista “Chabela”. Le
recomendarán, de esta forma, comer la milanesa con más orégano,
con menos orégano, con ajo, con puré, con mermelada de durazno, con
pimienta negra, sin la pimienta... Pero usted, Borzone, sentirá que
quiere comer tallarines. Tallarines, mi amigo, tallarines.
—Sin embargo —Borzone, golpeteando
muy quedadamente con su dedo mayor sobre el filo de la mesa se animó
a plantear un frente de discordia—, un tío mío hace como cuarenta
años que está casado con la misma mujer y afirma que tiene muy buen
sexo.
Reiner se ajustó los lentes sobre el
puente de la nariz.
—Había un personaje en un libro de
Huxley —dijo, entrecerrando los ojos—, no sé si era en
Contrapunto o en Un mundo feliz —y mi falta de memoria no es para
asombrar a nadie porque yo ya no me acuerdo si el Viejo Vizcacha está
en el Martín Fierro de José Hernández o en Bases de Juan Bautista
Alberdi—, había, le decía, un personaje en un libro de Huxley,
que sostenía que San Francisco de Asís no lamía las llagas de los
ulcerosos porque fuera un hombre piadoso o caritativo, Borzone, nada
de eso. Lo hacía porque era un pervertido. Un pervertido. Eso decía
ese personaje de Aldous Huxley sobre San Francisco de Asís. Y esto
explica lo de su tío. Hay perversiones, Borzone. Hay perversiones...
Véame a mí, sin ir más lejos, Estudie este rostro —Reiner se
señaló la cara—. Observe esta calvicie tapizada de lunares
oscuros, esta piel macilenta, estas ojeras, esta papada que me cuelga
bajo el mentón, estos pelos que pugnan por escaparse de mis
orejas...Y le estoy mostrando, apenas, la punta del iceberg, Borzone.
Usted, Dios sea loado, no me ha visto en bolas. Una piel pálida,
unos pechos caídos y fláccidos, un vientre prominente, unas piernas
escuálidas y averrugosas con atisbos de várices... —fue bajando
el tono de su voz como si la sola enumeración de sus atributos
físicos lo llenara de desagrado—. Por no hacer mención de zonas
más íntimas y recónditas, mi querido amigo. Muy bien, muy bien,
muy bien... Si el día de mañana viene mi mujer y me dice: “Me
inspira realmente repulsión el solo hecho de tocarte”, yo habré
de entenderla perfectamente. Si me dice: “Te quiero mucho pero me
da cierta repugnancia acostarme contigo”, puedo llegar a aplaudirla
incluso a comprenderla. Yo tengo espejo, Borzone, no lo olvide.
Reiner abrió un paréntesis, que no
duró mucho.
—Y si ella viene un día y me informa
—continuó—: “El muchacho morocho y hercúleo que atiende en la
granja de la esquina me invitó a pasar una noche con él”..¿Qué
puedo yo decirle, amigo mío?... ¿Qué no vaya?... ¿Que no se dé
ese gusto? Si yo la quiero realmente, si la aprecio, si la estimo, si
la amo. ¿Voy a privarla de esa satisfacción? Al contrario, debo ir
hasta la granja de la esquina y dejarle una propina a ese muchacho
que hace feliz a mi señora. Si la quiero realmente, si la quiero...
Cortó allí, bruscamente. Borzone
torció la boca.
—Usted, Profesor —dijo—, parece
tener poco sentido de la posesión. Ser un hombre poco posesivo.
Reiner agitó una mano frente a su
cara.
—No se confunda —desdeñó—. Lo
que pasa es que procuro ser un hombre razonablemente posesivo.
Oponerse a la propiedad es estar en contra de la condición humana.
¿Le ha dado usted un sonajero a un bebé y luego ha tratado de
quitárselo? Ya verá usted cómo llora, patalea y se desgañita para
conservarlo. Y le estoy hablando de un bebé al que todavía no hemos
tenido tiempo de contagiarle nuestra codicia ni nuestra mezquindad.
¡Conozco hombres mayores de cuarenta años que todavía andan por la
calle con el sonajero aferrado a la mano para que no se lo quiten!
Por eso siempre me hizo reír mucho la estúpida pretensión del
comunismo de terminar con la propiedad privada. Dele usted a un perro
una pelotita de goma y luego intente sacársela. Y son perros que han
leído a Marx, créamelo.
Borzone dejó escapar un silbido casi
inaudible.
—Pero... —probó de nuevo,
estoico—. ¿A usted le parece tan probable que su mujer, su esposa
hipotéticamente hablando, una persona mayor digamos, consiga tan
fácilmente que el joven musculoso de la granja de la esquina la
invite a pasar una noche con él? ¿O usted mismo, Profesor considera
probable que alguna jovencita le brinde lo que ya no le brindaría,
por ejemplo, una mujer... por decirlo de alguna
manera...antiestética?
—El profesorado argentino —Reiner
miró a los ojos a su interlocutor—, el magisterio, el Ministerio
de Educación, Borzone, me ha recompensado durante años con una
importantísima porción de su presupuesto, con sueldos generosos,
verdaderas fortunas, para que yo, el día de mañana, jueves para ser
más preciso, le pueda pagar a una profesional del amor lo que
corresponde, mi estimado.
Los dos hombres quedaron un instante en
silencio. Se escuchaba, apenas, desde detrás de la barra, algún
entrechocar de pocillos y algo de la música funcional.
—¿Qué hago entonces, Profesor?
—Borzone optó por un matiz casi humorístico.
Reiner, esta vez sí torció la cabeza
semicalva para mirarlo fijamente, estudiándolo, como sopesando si el
joven era merecedor de recibir un mandamiento. Volvió luego de
acomodarse escrutando al frente y dejando escapar el aire largamente
contenido en sus pulmones.
—Escúcheme, Borzone, escúcheme con
atención —solicitó—. Y mañana, cuando mi cuerpo sea vapuleado,
apedreado, lapidado en la plaza Pinasco, recuerde esta enseñanza que
hoy le dicto y que está en medio siglo adelantada a nuestra cultura
y a nuestra comprensión...
Borzone frunció el ceño, curioso.
—La base del matrimonio, Borzone...
—recitó lentamente el profesor—, la base del matrimonio, es la
infidelidad.
Borzone se quedó callado, acompañando
el silencio de Reiner quien daba tiempo con esa pausa, a que el
impacto conceptual de sus palabras drenara perfectamente a través de
la corteza cerebral de su interlocutor.
—Sin la infidelidad, Borzone
—prosiguió Reiner—, el noventa y nueve por ciento de los
matrimonios volaría en pedazos a los pocos años de convivencia. Sin
esos escapes de presión, sin esos paseos, minúsculos tal vez, por
las regiones de la variedad y el cambio, ningún hombre, al menos,
soportaría la rutina y el aburrimiento. Sin esos atisbos de
libertad, sin esos engaños, esos remedos de independencia, nadie
podría aguantar la repetición, los días calcados, la cadena de
montaje. Porque, además, Borzone... —el Profesor juntó los dedos
de su mano izquierda frente a sus labios como buscando una palabra, o
fuerzas para decirla— ¿quién carajo dijo...? —golpeó con la
palma de la mano sobre la mesa en un estallido iracundo que
sobresaltó a los presentes— ¿Quién carajo estableció que un
hombre tiene que tener sexo con una sola mujer? ¿Quién lo dijo,
Borzone?
El muchacho pestañeó repetidas veces.
No sabía muy bien si se trataba de una pregunta o si era sólo una
pausa efectista del Profesor en su discurso.
—Bueno... —se animó a silabear—,
uno de los diez mandamientos dice: “No desearás a la mujer del
prójimo”...
Reiner lo miró con infinita
condescendencia.
—Borzone...Borzone..—suspiró—,
yo pensaba que estaba entre gente inteligente. Francamente. Que Dios
le conserve esa ingenuidad de niño. Esto es como si a mí, a mí, me
notificaran que el Club Atlético Provincial ha dispuesto que los
socios no tengan acceso al natatorio...
Borzone lo miró, inquisitivo.
—Y yo soy socio del Club Atlético
Provincial, Borzone —sonrió forzadamente el Profesor—. Yo no soy
socio del Club Atlético Provincial, ni nunca lo he sido.
Reiner se quedó callado, observando la
calle semivacía a esa hora de la noche. Borzone se mordisqueaba los
labios, lastimados por el tratamiento recibido. Admiraba al Profesor
pero, sin duda, Reiner, quizás debido al whisky consumido, había
caído en la desubicación de enumerar temas muy poco oportunos para
ser desarrollados ante un joven que se le había acercado, jubiloso,
a contarle, una tanto intempestivamente, su decisión de contraer
matrimonio. Juzgó cobarde, casi una deslealtad hacia Stella, no
ofrecer resistencia.
—Es que... —buscó el argumento—no
me parece muy lógico, digamos, estar junto a una mujer, mujer que
uno, además ha elegido, para estar permanentemente pensando, o
corriendo, detrás de otras.
—No tiene por qué ser
permanentemente —chasqueó los labios Reiner—. No tiene por qué
ser permanente.
La actitud conciliadora del profesor
envalentonó a Borzone.
—Casi le diría... —arremetió—,
me parece una postura de enorme cinismo.
—Borzone... Borzone... —el Profesor
miraba la calle y por eso, a veces, costaba escucharlo—,
Borzone...eso es como si estuviéramos jugando al truco y usted me
acusara de mentir...¡Cuando el juego del truco se basa en la
mentira, mi estimado! —otra vez la palmada sobre la mesa y un nuevo
respingo general—. Usted pretende meter un hipopótamo en una caja
de zapatos y no quiere que el animal se queje, Borzone. Tome usted a
un gato, métalo en una pescadería y hágale jurar que sólo comerá
pejerrey de río. Luego comience a pasarle frente a las narices,
bogas, salmones, dorados y truchas arco iris, Borzone. Entonces,
cuando sorprenda al pobre gato hincándole el diente al sábalo,
acúselo de cínico y de no cumplir su palabra, acúselo de eso.
Otra vez el silencio. Por un momento
Borzone percibió de nuevo la música ambiental, alguna risa lejana,
el ruido de los autos en la calle.
—Siempre queda el recurso de no
casarse, Profesor... —arriesgó, tenaz—. Nadie nos obliga.
—En eso tiene razón... —Reiner se
apretó los ojos hacia adentro, con los dedos índice y pulgar de la
mano izquierda—. Pero usted cásese, Borzone. Es lindo. Eso sí, no
se olvide de mis indicaciones...
—También puede mantenerse la
independencia, como en su caso.
Reiner soltó una risita que lo sacudió
mínimamente en el asiento.
—¿Mi caso?
—¿Por qué?
—Pero...Separado... ¿O sigue casado?
—Sigo casado. ¿Qué le hace pensar
que no?
Borzone se encogió de hombros.
—No sé, tal vez la hora. Verlo acá,
solo. Se me ocurrió que por ahí estaba haciendo tiempo para ir al
cine... —mintió. No quiso mencionar el sutil desaliño en el
vestir, el poco cuidado del cuello de la camisa
—Mi mujer es enfermera —dijo
Reiner—. Vuelve bastante tarde. Yo, es verdad, hago tiempo...
—Por otra parte... —buscó un tono
cordial, el muchacho—, sus teorías sobre la pareja me hacían
pensar que...
—A mí me derrotó el confort,
Borzone... —la voz de Reiner era casi inaudible—. Como en el
viejo chiste, a mí no me venció la CIA, a mí me derrotó el
General Electric. Yo, ahora, vuelvo a mi casa, abro la puerta y huelo
a pollo a la cacerola. Y adentro está cálido, porque mi mujer ya
prendió el calefactor y la cocina. Y se escuchan ruidos, hay luz,
está prendido el televisor: a veces, la radio. Y eso es importante,
mi estimado, créame que es importante...
Esa imagen, algo desteñida del
Profesor, alentó a Borzone.
—No me habla de sentimientos,
Profesor. Me habla de confort.
—De vivir mejor le hablo, Borzone.
Abrir la puerta y que haya olor a pollo a la cacerola es vivir mejor.
Millones de seres humanos han ido a la guerra con la simple intención
de vivir mejor. No es un tema menos, Borzone. Y...por otra parte, la
independencia y la soledad son caras de una misma moneda. Vienen en
un mismo paquete.
Borzone meneó la cabeza y se puso de
pie, no muy convencido.
—Usted cásese, Borzone —recomendó
el Profesor, siempre sin mirarlo—. Y aguante el primer topetazo
contra la rutina. Ése es el peor momento. Es como atravesar la
primera rompiente del oleaje. Después viene el mar calmo. Y después,
la rutina se hace rutina, mi estimado amigo.
Es así de simple.
Borzone salió a la calle. Hacía frío.
Clavó las manos dentro de los bolsillos del pantalón. No sabía muy
bien si había sido una decisión oportuna entrar a conversar con
Reiner. Pero ya estaba hecho.
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