“Cualquiera que sea tu historia, bienvenido. Has emprendido un largo viaje hacia la honestidad sexual y la revelación personal. Puede ser un camino arduo, pero es el único modo de conseguir lo que deseas. En el decurso, te parecerá que hay un montón desalentadoramente grande de conocimientos que aprender; no te deseanimes. El Amo más perverso del mundo, la Dómina más imaginativa, empezaron igual que tú hoy: curiosos, excitados y algo inseguros.”
Pat Califia,
“SM. Los secretos del sadomasoquismo”

lunes, 11 de marzo de 2013

Fontanarrosa nos da una lección de rutina, matrimonio, infidelidades y algo más...




UNA LECCIÓN DE VIDA

Cuento incluido en el libro homónimo
—A las mujeres les pudrió el bocho el “Para Ti”, Borzone —dijo Reiner, fumando, la vista perdida en un punto indefinido. Borzone enarcó las cejas, interrogante.
—Claro... —completó Reiner, alargando la “a” y acomodándose de nuevo en la silla, el cigarrillo prolijamente sostenido entre los dedos índice y mayor de la mano derecha—. Esas revistas como el “Para Ti”, el “Maribel”, el “Claudia”...
Le gustaba recurrir a esos ejemplos arcaicos, dando nombre de productos de cuarenta años atrás, empleando palabras totalmente fuera de uso como si se complaciera en demostrar su edad (estaba arriba de los sesenta), como si su vejez le brindara un sello de distinción o conocimiento.
—El “Maribel” —Borzone no pudo menos que sonreír.
—Con esa falacia de la seducción permanente... ¿me entiende? —continuó Reiner—. Con esa mentira de la conquista cotidiana. “Sorprenda día a día a su marido”...”Sepa seducirlo como al comienzo”...”Aprenda a combatir la amenaza de la rutina…
Borzone volvió a sonreír, un tanto incómodo, tímidamente, temeroso tal vez de incomodar al Profesor. Éste, sin embargo, salvo a su llegada, no había vuelto a dirigirle la vista. Reiner hablaba mirando hacia el frente, hacia la calle, quizás hacia un imaginario público compuesto por los estudiantes que concurrían siempre a sus clases de Filosofía.
—Se imagina usted, Borzone, que si el hombre, luego de ocho horas de trabajo en una oficina, por no decirle un taller, Borzone; con todos los quilombos que tiene en la cabeza con la cuestión de su economía, de su trabajo, de los impuestos, de la caída de los mercados financieros en Tokio, Borzone, no lo olvide; con el problema del coche al que le cagó por enésima vez la bomba de nafta, si el hombre, reitero, debe acordarse, antes de volver al anochecer para su casa, de pasar por el puesto del florista a comprar un ramito de petunias; petunias le digo, Borzone; para deslumbrar a su adorable esposa que lo espera cocinando y darle así una sorpresa que los remita a sus años de noviazgo, entonces, entonces estamos cagados, Borzone. La raza humana está recagada...
Reiner siguió mirando a través de sus lentes hacia a calle San Lorenzo, acodado en la mesa de café, las manos cruzadas, ahora, frente a su endeble mentón oscurecido apenas por una leve sombra de barba mal afeitada. Borzone aprovechó para observarlo un poco más largamente, como nunca lo hacía en la tertulia de los atardeceres en La Sede, sofrenado por su propia timidez y por el extraño respeto, casi reverencial, que sentía por Reiner. Descubrió entonces que, a esa hora, casi a las once de una fría noche invernal, el Profesor lucía desgastado. No sólo por la barba incipiente, sino también por los puños de la camisa algo raídos y el brillo menesteroso de un saco que ni siquiera había sabido de antiguos esplendores. No podía hablarse de desaliño pero Reiner tenía esa rara particularidad de ciertos tipos que se ven desprolijos aun prolijos. Una falda de la camisa levemente salida del pantalón, el cinto demasiado flojo, el nudo de la corbata laxo y asimétrico. Tampoco podía esperarse mucho de un sueldo de docente, reflexionó el muchacho, instantes antes de que el Profesor volviera hablar.
—Para la mujer misma es un incordio, Borzone —exhaló, doctoral y comprensivo—. Lo digo para que usted no confunda esto con una proclama machista. Para la mujer misma, que ya no es aquella de treinta años atrás. Si la mujer tiene que pegarse un baño cuando regresa del trabajo, calentar la comida que le dejó a medio cocinar la morochita que hace las veces de sierva, lidiar con el pendejo chiquito que ha alcanzado niveles de violencia demencial tras ocho horas de televisión viendo al pelotudo de Chuck Norris, y luego de eso, en los exiguos cinco minutos que le quedan libre antes de que llegue su marido con el bendito ramo de petunias debe vestirse como una diosa del Olimpo o engalanar la casa con guirnaldas de muérdago o bien aromatizar el hogar con incienso de Benarés... entonces estamos cagados, Borzone. Estamos total, definitiva y absolutamente cagados, Borzone.
—Es verdad, es verdad —se atrevió a menear la cabeza Borzone, como para decir algo, incluso como para recordarle al profesor Reiner que él estaba allí, sentado en la silla de al lado y que no se encontraba en el aula de Humanidades junto a los pensadores del mañana.
—Es como el asunto del diálogo —embistió, pausado, Reiner—. Otra bandera permanentemente levantada por el feminismo y también exacerbado por aquellas revistas de las cuales le hablaba...
—El “Claudia”, el “Marbel”...
—El “Chabela”... Publicaciones de índole indudablemente subversiva, Borzone. “Reactive el diálogo en su pareja”...”Resguardemos un espacio para el diálogo”... —Ante cada ejemplo, Reiner trazaba en el aire y frente a sus ojos una franja de supuestos titulares periodísticos, entre sus dedos índice y pulgar, bien separados— ”Enriquezca su vocabulario”...
—Eso era del “Selecciones” —apuntó el Profesor, concediéndole un vistazo con los ojos entrecerrados—. Yo también leía literatura del imperio, no se confunda usted, mi estimado amigo. Un carajo el diálogo, Borzone, otra falacia. Usted habla con su mujer, amante o compañera, los primeros años del conocimiento mutuo. Allí usted le cuenta su vida, sus sueños, sus fracasos, sus desvelos. Le cuenta que tenía una tía que era hemipléjica, que su abuela se cayó en el patio y se quebró la cadera, que un día usted quemó el toldo con una cañita voladora, que tuvo paperas de niño y que eso es bueno porque el día de mañana ese extraño mal no va a regresar a ponerle los huevos en la garganta. Y ella, pobre santa, lo mismo. Ella le contará que escribía poemas, que bordaba al crochet, que guardaba fotografías de Sandro de América. Y ya está Borzone, ya está. Después la cosa, como es lógico, se reduce a comentar los sucesos cotidianos: el nene hoy comió más puré de manzanas, vino el cobrador de Remeros, se quemó la lamparita del pasillo, dijo la radio que hubo incidentes en Urquiza y Ovidio Lagos. Tal vez, ocasionalmente, usted recuerde que esa abuela que se cayó en el patio y se quebró la cadera tenía un escapulario donde guardaba cabellos del general Mitre y agregue eso al informe familiar para contarle a su esposa. Pero lo demás del comentario del día, mi amigo, el comentario del día.¿Ella quiere más diálogo?¿Ella desea e insiste en prolongar los encuentros para charlar? Muy bien, muy fácil. Que se vaya, Borzone, que se vaya por un par de semanas. O váyase usted Borzone, váyase por un par de semanas que cuando vuelva seguramente ella le dirá: “¡Vos no sabés todas las cosas que tengo para contarte!. Y será así, seguramente, Borzone. ¿O no ha venido muchas veces su novia y le ha dicho: “Hoy me encontré con Rosita y estuvimos charlando como tres horas porque hacía casi dos años que no nos veíamos”. Pero si usted se ve mañana tarde y noche, Borzone, que no esperen, que no esperen un lúcida composición sobre la obra poética de José Pedroni ni una esclarecedora teoría sobre las constelaciones boreales —Reiner había elevado la voz y, por primera vez, su tono dejaba de tener un atisbo de displicencia amarga para dejar paso a una cierta furia contenida—. El eterno mito de la conquista permanente. La guerra popular prolongada, muchos Vietnam, la frase que proclamaba el general Mao y que algunos trasnochados solían escribir a escondidas de la policía en las paredes del barrio Refinería, Borzone. Que así le fue a Mao, al muro de Berlín y a la pared del barrio Refinería. EL bíblico castigo de la conquista permanente. Mi mujer solía pedirme eso, Borzone. “De vez en cuando —decía pobrecita— podrías tratarme como una novia. Sacarme a pasear, regalarme flores.” “Muy bien —le decía yo—. Si querés un tratamiento de novia, vivamos cada uno en su casa, hablemos un par de veces a la semana por teléfono y salgamos los sábados a la noche”. ¡Pero ella quería el tratamiento de novia con las prerrogativas de la esposa! Flores y paseo, pero también convivencia y manutención. Ésa es la ambición femenina, mi estimado. Ésa es.
Borzone se quedó un tanto callado, frunciendo la boca, mordisqueándose la carne interna de las mejillas, pensativamente y un poco herido. Aún permanecía sentado algo alejado de la mesa, como sin decidirse a integrarse definitivamente a ella, los brazos caídos con las manos entrelazadas entre las piernas. Igual como cuando había llegado—entusiasmado por la decisión flamante—a contarle al profesor Reiner que iba a casarse con Stella. Había pasado tarde por La Sede, rumbo a su casa, y lo había visto sentado, solo, en una de las tres únicas mesas ocupadas. No sabía que el Profesor era un parroquiano también nocturno de ese local. Solían encontrarse a menudo en la Mesa de los galanes, pero a la tardecita, y en grupo. Allí el profesor hablaba apenas (cuando no decidía aislarse en alguna otra mesa, huraño), tomaba café y lucía menos marchito y verdoso que ahora, algo deteriorado y con un vaso de whisky barato frente suyo.
—¿A usted qué le parece? —murmuró Borzone.
—Así es la cosa, mi estimado.
Borzone se tocó la barbilla. Y volvió a enarcar las cejas escéptico.
—Es que.. —dijo— cuando uno está enamorado...
—El enamoramiento, Borzone... —Reiner había recobrado su tono neutro y doctoral, de mirada vaga—, es un noventa y cinco por ciento de calentura. Tenga en cuenta esos porcentajes. Y a toda esa calentura le sigue un enfriamiento. Eso es histórico. Al mismo planeta Tierra le ocurrió eso, es un proceso físico.
—Pero, en este caso, Profesor... —se animó Borzone—, se imaginará que tanto mi novia como yo no llegamos vírgenes al matrimonio.
—Los dinosaurios desaparecieron con dicho enfriamiento.
—Ni tampoco llegamos sin saber cómo pueden resultar las relaciones sexuales entre nosotros. Aquellos tiempos de llegar vírgenes al matrimonio, creo, han quedado en el olvido.
—Grandes animales los dinosaurios.
—Por lo tanto, no pienso que sea sólo una cosa de calentura como usted dice.
Reiner aspiró una pitada larga de su cigarrillo.
—La calentura, Borzone —pontificó—, es un recurso natural no renovable, como el petróleo. Anótelo en algún cuaderno: Recurso Natural No Renovable… ¿Cuánto hace que conoce usted a esta señorita?
—¿Mi novia? Más de un año.
—Más de un año. Una nimiedad en el permanente devenir del cosmos, Borzone... —alertó el Profesor—. ¿Usted recuerda cuándo fue por primera vez a la cancha?
—Sí... —vaciló Borzone, confuso y sorprendido por el cambio de tema—. Jugaban Central y Gimnasia, creo. No soy muy fanático del fútbol.
—Muy bien. Pero se acuerda. ¿Usted recuerda cuándo fue por primera vez al Hollywood Park?
—¿A dónde?
—Perdón, a un parque de diversiones...
—Sí...Yo tendría cinco años, me llevó mi viejo a un parque muy rasca de Pellegrini y...y..
—Y Vera Mujica.
—Y Vera Mujica.
—Siempre paran ahí. Muy bien. ¿Usted se acuerda, Borzone, de la segunda vez que fue a la cancha?
—N... no... Pero, le dije, no soy muy fanático.
—No importa, no importa. Con seguridad no recuerda cuándo fue por segunda vez a la cancha, ni por tercera ni por quinta. Como tampoco recordará cuándo fue por octava vez al parque de diversiones. ¿Por qué? Porque hay una primera vez que se recuerda porque fue la primera. Después vienen la segunda, la tercera, la octava, la trigésima novena, la mil, el infinito, la nada. Para eso inventaron los números los chinos, Borzone. Para saber cuántas veces se acostaban con sus mujeres. Chinas, por cierto. Después, uno deja de contar, amigo mío. Se cansa, se olvida. A menos que usted se tome el trabajo de ir haciendo marcas en la pared, como los presos. No hablemos de un año y pico, como usted me dice. Hablemos de ocho años, de quince años, de veinticinco años, Borzone. Hasta el momento en que usted descubre que, antes de acostarse con su mujer entrañablemente querida, prefiere acostarse con esa módica y mediocre señorita que está pasando por allí enfrente, obsérvela, por la vidriera de la sandwichería.
—Si usted conociera a mi novia... —casi se sonrojó Borzone, acomodándose el pelo—, tal vez opinaría de otra forma.
Por segunda vez, quizás, Reiner lo miró, curioso.
—Es muy linda... —se animó el muchacho—. Bah, al menos a mí me parece muy linda... —corrigió después, como avergonzado de su presunción.
—Con ese criterio, Borzone —volvió a mirar hacia el infinito Reiner—, nadie se separaría de las mujeres espectaculares, de las divas del espectáculo. Y la historia del biógrafo, por ejemplo —reiteraba su predilección por recurrir a palabras perimidas—, está llena de casos donde virtuales sacerdotisas del sexo, codiciadas por media humanidad, tanto más bellas que su enternecedora novia, perdone mi crudeza Borzone, han sido abandonadas por sus parejas. ¿O no es así?
Borzone asintió con la cabeza.
—Ocurre que tal vez a usted le gusten, le enloquezcan, las milanesas a la napolitana, mi estimado amigo —planteó Reiner, como quien expone los fundamentos de un nuevo teorema matemático frente a una clase—. No hay comida en el mundo que pueda apetecerle más que una buena milanesa a la napolitana. Correcto. Pues bien. La sociedad, entonces, le impone comer, de aquí en más, todos los días, cada tres, o con la periodicidad que a usted le plazca, Borzone, sola, única y exclusivamente milanesas a la napolitana. Por los siglos de los siglos. Muy bien...con el paso del tiempo, de los años, de los lustros, Borzone, usted va sintiendo nacer en su ser un extraño e irreprimible deseo de comer tallarines. Acude entonces a un psicoanalista, que le recomienda variar el menú, sin abandonar la milanesa. Enriquecerlo, le dirá. “Cómo mantener ardiendo la llama de la pasión física”, arengará la revista “Chabela”. Le recomendarán, de esta forma, comer la milanesa con más orégano, con menos orégano, con ajo, con puré, con mermelada de durazno, con pimienta negra, sin la pimienta... Pero usted, Borzone, sentirá que quiere comer tallarines. Tallarines, mi amigo, tallarines.
—Sin embargo —Borzone, golpeteando muy quedadamente con su dedo mayor sobre el filo de la mesa se animó a plantear un frente de discordia—, un tío mío hace como cuarenta años que está casado con la misma mujer y afirma que tiene muy buen sexo.
Reiner se ajustó los lentes sobre el puente de la nariz.
—Había un personaje en un libro de Huxley —dijo, entrecerrando los ojos—, no sé si era en Contrapunto o en Un mundo feliz —y mi falta de memoria no es para asombrar a nadie porque yo ya no me acuerdo si el Viejo Vizcacha está en el Martín Fierro de José Hernández o en Bases de Juan Bautista Alberdi—, había, le decía, un personaje en un libro de Huxley, que sostenía que San Francisco de Asís no lamía las llagas de los ulcerosos porque fuera un hombre piadoso o caritativo, Borzone, nada de eso. Lo hacía porque era un pervertido. Un pervertido. Eso decía ese personaje de Aldous Huxley sobre San Francisco de Asís. Y esto explica lo de su tío. Hay perversiones, Borzone. Hay perversiones... Véame a mí, sin ir más lejos, Estudie este rostro —Reiner se señaló la cara—. Observe esta calvicie tapizada de lunares oscuros, esta piel macilenta, estas ojeras, esta papada que me cuelga bajo el mentón, estos pelos que pugnan por escaparse de mis orejas...Y le estoy mostrando, apenas, la punta del iceberg, Borzone. Usted, Dios sea loado, no me ha visto en bolas. Una piel pálida, unos pechos caídos y fláccidos, un vientre prominente, unas piernas escuálidas y averrugosas con atisbos de várices... —fue bajando el tono de su voz como si la sola enumeración de sus atributos físicos lo llenara de desagrado—. Por no hacer mención de zonas más íntimas y recónditas, mi querido amigo. Muy bien, muy bien, muy bien... Si el día de mañana viene mi mujer y me dice: “Me inspira realmente repulsión el solo hecho de tocarte”, yo habré de entenderla perfectamente. Si me dice: “Te quiero mucho pero me da cierta repugnancia acostarme contigo”, puedo llegar a aplaudirla incluso a comprenderla. Yo tengo espejo, Borzone, no lo olvide.
Reiner abrió un paréntesis, que no duró mucho.
—Y si ella viene un día y me informa —continuó—: “El muchacho morocho y hercúleo que atiende en la granja de la esquina me invitó a pasar una noche con él”..¿Qué puedo yo decirle, amigo mío?... ¿Qué no vaya?... ¿Que no se dé ese gusto? Si yo la quiero realmente, si la aprecio, si la estimo, si la amo. ¿Voy a privarla de esa satisfacción? Al contrario, debo ir hasta la granja de la esquina y dejarle una propina a ese muchacho que hace feliz a mi señora. Si la quiero realmente, si la quiero...
Cortó allí, bruscamente. Borzone torció la boca.
—Usted, Profesor —dijo—, parece tener poco sentido de la posesión. Ser un hombre poco posesivo.
Reiner agitó una mano frente a su cara.
—No se confunda —desdeñó—. Lo que pasa es que procuro ser un hombre razonablemente posesivo. Oponerse a la propiedad es estar en contra de la condición humana. ¿Le ha dado usted un sonajero a un bebé y luego ha tratado de quitárselo? Ya verá usted cómo llora, patalea y se desgañita para conservarlo. Y le estoy hablando de un bebé al que todavía no hemos tenido tiempo de contagiarle nuestra codicia ni nuestra mezquindad. ¡Conozco hombres mayores de cuarenta años que todavía andan por la calle con el sonajero aferrado a la mano para que no se lo quiten! Por eso siempre me hizo reír mucho la estúpida pretensión del comunismo de terminar con la propiedad privada. Dele usted a un perro una pelotita de goma y luego intente sacársela. Y son perros que han leído a Marx, créamelo.
Borzone dejó escapar un silbido casi inaudible.
—Pero... —probó de nuevo, estoico—. ¿A usted le parece tan probable que su mujer, su esposa hipotéticamente hablando, una persona mayor digamos, consiga tan fácilmente que el joven musculoso de la granja de la esquina la invite a pasar una noche con él? ¿O usted mismo, Profesor considera probable que alguna jovencita le brinde lo que ya no le brindaría, por ejemplo, una mujer... por decirlo de alguna manera...antiestética?
—El profesorado argentino —Reiner miró a los ojos a su interlocutor—, el magisterio, el Ministerio de Educación, Borzone, me ha recompensado durante años con una importantísima porción de su presupuesto, con sueldos generosos, verdaderas fortunas, para que yo, el día de mañana, jueves para ser más preciso, le pueda pagar a una profesional del amor lo que corresponde, mi estimado.
Los dos hombres quedaron un instante en silencio. Se escuchaba, apenas, desde detrás de la barra, algún entrechocar de pocillos y algo de la música funcional.
—¿Qué hago entonces, Profesor? —Borzone optó por un matiz casi humorístico.
Reiner, esta vez sí torció la cabeza semicalva para mirarlo fijamente, estudiándolo, como sopesando si el joven era merecedor de recibir un mandamiento. Volvió luego de acomodarse escrutando al frente y dejando escapar el aire largamente contenido en sus pulmones.
—Escúcheme, Borzone, escúcheme con atención —solicitó—. Y mañana, cuando mi cuerpo sea vapuleado, apedreado, lapidado en la plaza Pinasco, recuerde esta enseñanza que hoy le dicto y que está en medio siglo adelantada a nuestra cultura y a nuestra comprensión...
Borzone frunció el ceño, curioso.
—La base del matrimonio, Borzone... —recitó lentamente el profesor—, la base del matrimonio, es la infidelidad.
Borzone se quedó callado, acompañando el silencio de Reiner quien daba tiempo con esa pausa, a que el impacto conceptual de sus palabras drenara perfectamente a través de la corteza cerebral de su interlocutor.
—Sin la infidelidad, Borzone —prosiguió Reiner—, el noventa y nueve por ciento de los matrimonios volaría en pedazos a los pocos años de convivencia. Sin esos escapes de presión, sin esos paseos, minúsculos tal vez, por las regiones de la variedad y el cambio, ningún hombre, al menos, soportaría la rutina y el aburrimiento. Sin esos atisbos de libertad, sin esos engaños, esos remedos de independencia, nadie podría aguantar la repetición, los días calcados, la cadena de montaje. Porque, además, Borzone... —el Profesor juntó los dedos de su mano izquierda frente a sus labios como buscando una palabra, o fuerzas para decirla— ¿quién carajo dijo...? —golpeó con la palma de la mano sobre la mesa en un estallido iracundo que sobresaltó a los presentes— ¿Quién carajo estableció que un hombre tiene que tener sexo con una sola mujer? ¿Quién lo dijo, Borzone?
El muchacho pestañeó repetidas veces. No sabía muy bien si se trataba de una pregunta o si era sólo una pausa efectista del Profesor en su discurso.
—Bueno... —se animó a silabear—, uno de los diez mandamientos dice: “No desearás a la mujer del prójimo”...
Reiner lo miró con infinita condescendencia.
—Borzone...Borzone..—suspiró—, yo pensaba que estaba entre gente inteligente. Francamente. Que Dios le conserve esa ingenuidad de niño. Esto es como si a mí, a mí, me notificaran que el Club Atlético Provincial ha dispuesto que los socios no tengan acceso al natatorio...
Borzone lo miró, inquisitivo.
—Y yo soy socio del Club Atlético Provincial, Borzone —sonrió forzadamente el Profesor—. Yo no soy socio del Club Atlético Provincial, ni nunca lo he sido.
Reiner se quedó callado, observando la calle semivacía a esa hora de la noche. Borzone se mordisqueaba los labios, lastimados por el tratamiento recibido. Admiraba al Profesor pero, sin duda, Reiner, quizás debido al whisky consumido, había caído en la desubicación de enumerar temas muy poco oportunos para ser desarrollados ante un joven que se le había acercado, jubiloso, a contarle, una tanto intempestivamente, su decisión de contraer matrimonio. Juzgó cobarde, casi una deslealtad hacia Stella, no ofrecer resistencia.
—Es que... —buscó el argumento—no me parece muy lógico, digamos, estar junto a una mujer, mujer que uno, además ha elegido, para estar permanentemente pensando, o corriendo, detrás de otras.
—No tiene por qué ser permanentemente —chasqueó los labios Reiner—. No tiene por qué ser permanente.
La actitud conciliadora del profesor envalentonó a Borzone.
—Casi le diría... —arremetió—, me parece una postura de enorme cinismo.
—Borzone... Borzone... —el Profesor miraba la calle y por eso, a veces, costaba escucharlo—, Borzone...eso es como si estuviéramos jugando al truco y usted me acusara de mentir...¡Cuando el juego del truco se basa en la mentira, mi estimado! —otra vez la palmada sobre la mesa y un nuevo respingo general—. Usted pretende meter un hipopótamo en una caja de zapatos y no quiere que el animal se queje, Borzone. Tome usted a un gato, métalo en una pescadería y hágale jurar que sólo comerá pejerrey de río. Luego comience a pasarle frente a las narices, bogas, salmones, dorados y truchas arco iris, Borzone. Entonces, cuando sorprenda al pobre gato hincándole el diente al sábalo, acúselo de cínico y de no cumplir su palabra, acúselo de eso.
Otra vez el silencio. Por un momento Borzone percibió de nuevo la música ambiental, alguna risa lejana, el ruido de los autos en la calle.
—Siempre queda el recurso de no casarse, Profesor... —arriesgó, tenaz—. Nadie nos obliga.
—En eso tiene razón... —Reiner se apretó los ojos hacia adentro, con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda—. Pero usted cásese, Borzone. Es lindo. Eso sí, no se olvide de mis indicaciones...
—También puede mantenerse la independencia, como en su caso.
Reiner soltó una risita que lo sacudió mínimamente en el asiento.
—¿Mi caso?
—¿Por qué?
—Pero...Separado... ¿O sigue casado?
—Sigo casado. ¿Qué le hace pensar que no?
Borzone se encogió de hombros.
—No sé, tal vez la hora. Verlo acá, solo. Se me ocurrió que por ahí estaba haciendo tiempo para ir al cine... —mintió. No quiso mencionar el sutil desaliño en el vestir, el poco cuidado del cuello de la camisa
—Mi mujer es enfermera —dijo Reiner—. Vuelve bastante tarde. Yo, es verdad, hago tiempo...
—Por otra parte... —buscó un tono cordial, el muchacho—, sus teorías sobre la pareja me hacían pensar que...
—A mí me derrotó el confort, Borzone... —la voz de Reiner era casi inaudible—. Como en el viejo chiste, a mí no me venció la CIA, a mí me derrotó el General Electric. Yo, ahora, vuelvo a mi casa, abro la puerta y huelo a pollo a la cacerola. Y adentro está cálido, porque mi mujer ya prendió el calefactor y la cocina. Y se escuchan ruidos, hay luz, está prendido el televisor: a veces, la radio. Y eso es importante, mi estimado, créame que es importante...
Esa imagen, algo desteñida del Profesor, alentó a Borzone.
—No me habla de sentimientos, Profesor. Me habla de confort.
—De vivir mejor le hablo, Borzone. Abrir la puerta y que haya olor a pollo a la cacerola es vivir mejor. Millones de seres humanos han ido a la guerra con la simple intención de vivir mejor. No es un tema menos, Borzone. Y...por otra parte, la independencia y la soledad son caras de una misma moneda. Vienen en un mismo paquete.
Borzone meneó la cabeza y se puso de pie, no muy convencido.
—Usted cásese, Borzone —recomendó el Profesor, siempre sin mirarlo—. Y aguante el primer topetazo contra la rutina. Ése es el peor momento. Es como atravesar la primera rompiente del oleaje. Después viene el mar calmo. Y después, la rutina se hace rutina, mi estimado amigo.
Es así de simple.
Borzone salió a la calle. Hacía frío. Clavó las manos dentro de los bolsillos del pantalón. No sabía muy bien si había sido una decisión oportuna entrar a conversar con Reiner. Pero ya estaba hecho.

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